lunes, 14 de diciembre de 2015

Microtextos de sádicos, gatos y estrellas: un adelanto






Mientras escarbo en el solar del barrio chino junto a otros gatos buscando todos un gato que tuve cuando niño, caigo en que detesto las bolsas de plástico y las pilas y los perros y no sólo la deyección de perro y el lacerante cristal de las bombillas rotas, sino también los círculos mentirosos de cartón con forma de moneda y el daño que se hace al cuerpo con el cristal y el fuego, y, en relación con esto último, los ojos sucios y la recurrente pericia de los sádicos. 

Es decir, indagando casualmente en los modos de las dichas de la infancia, olvido, de acuerdo con la poética que precisamente caracteriza a los solares, que lo que echa escombro y polvo en esos vericuetos oscuros de lo que llamamos por comodidad el mal, parece hallar su propio solaz regenerativo exactamente en lo que detestamos de los otros (no sólo de los sádicos, por supuesto). 

Pienso en esto, en eso y en aquello mientras todos elevamos el hocico a las estrellas a punto de darnos por vencidos. 

Y sin embargo, me dice de repente el más bigotudo de mis acompañantes (foto de mi gato repartida a todos los gatos que me ayudan) me dice ese gato, cuando, qué raro, siempre pensé que era de todos el más tonto, me dice, señalando con su patita de goma allá abajo en el pasado no sé qué: «he oído un fragmento profundo de miau».




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Me asombra por el igual la voluntad de desollar a un ser humano vivo que la luz de las estrellas, las mareas o el proceso por el cual el agua se supera por efecto de la Luna, incluso cuando, como en el caso de la tortura del cuerpo, lo provoque alguien que tiene la misma forma que yo.



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Y como no es precisamente cortesía del hombre frente al gato dejarle pasar delante, sino que parece que éste siempre se lo exige (aunque luego se detenga de golpe el gato en el pasillo como a reflexionar un segundo irresponsable y loco acerca de esto haciéndonos algunas veces trastabillarnos y caer) tampoco definimos siempre lo que queremos pensar como cayendo en que resulta complicado resolver aquello sin subestimar lo que las palabras, el término analizado, puedan referir. 

Dicho de otra forma, para evitar tropiezos al andar con estos animales es prioritario clarificar conceptualmente poética, pasillo y gato.




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Para el niño el pasillo es un océano. Un piélago si de mayor se hace poeta.




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Han vuelto a enviar a un grupo de ancianas a descoyuntarse de mí y de mi gato. No sólo quieren burlarse de nosotros, quieren que encima nos sintamos raros, culpables y mal.



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La música pero también el gato como experiencia particularísima de la vida: repentina y avasalladora.




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El idioma de los gatos como el lenguaje de los sueños: el sobrentendido. 

En ellos (en los sueños) tanto la escena más bizarra como la circunstancia nunca vista suceden la primera vez exactamente como solían hacerlo.