sábado, 25 de mayo de 2013

lunas de júpiter (una antropología)




Tal naturaleza inminente de la vida, como la de esos encuentros, como la de esas despedidas cuando resulta imposible decir nada apropiado.
Jesús García Cívico, Aforismos en Word, poemas con autoreverse, Arthur Penn (ed.), Pennsylvania, 1977.


En relación con la quema masiva de hormigas y la moda de las mutilaciones de otros seres vivos presenciada en el colegio salesiano XXXXXXX en el periodo escolar comprendido entre los años 1977 y 1983, señalada atrás con ocasión del apunte lógico-moral de formato aforístico en torno a la caída o lanzamiento, precipitación al vacío en todo caso, de la portera T, una excepción -su cuerpo roto de mujer vieja y rota- en el monótono pavimento de alquitrán conducente, al donaire -parte de él- de una fabulosa higuera, al mencionado centro educativo, cabría añadir, a modo de informe elaborado y reelaborado, obviamente en Word, que éstas eran negras y que estaban efectivamente vivas, que habiendo hecho uno, en algún momento, según cree, todo lo que pudo para impedir su inflamado final -colocar su cuerpo (el suyo mismo, el de él) bien entre ellas y la lupa, bien entre la lupa y el sol, básicamente llorar ridículamente a fin de que cesara todo, permitir que a uno le consideraran tonto, atrasado, definitivamente débil, afeminado quizás, reflexionar ya solo, también inútilmente, antes de dormirse, reflexionar en vano ovillado entre las sábanas- encontró pronto el informante en la apenas aplazada visita a la biblioteca del jardín botánico de la misma ciudad (la biclcleta BH o GAC con cesta aparcada fuera) algunos datos de interés, a saber, que la distribución fisiológica de estas criaturas de seis patas no parece consentir que el miedo, el dolor o la angustia recorran, como un relámpago en el hielo, su diminuto cuerpo, al componerse básicamente su sistema nervioso de un cordón ventral extendido a lo largo de éste, con apenas varios ganglios y ramas allegadas a los extremos de los apéndices. Que no van al cine, ni conocen la duda metódica, el arte rupestre o el inestable sentimiento del amor. Que no se les ve acodadas en los bares, como cansadas, grises, los ojos ojerosos y sin ganas de vivir. Que ni hacen obsesivamente fotos de todos los lugares que visitan, ni albergan fantasías sobre la peregrina idea de volver a tener, no sé, quince o veinte años, ni el deseo recurrente de regresando a tal edad, mejorar, sabiendo lo que saben hoy, su extraña suerte. 



Es improbable también que sientan pena sus propios familiares o amigos, pues no se conoce el caso de hormigas-novio o de hormigas-novia, hijos o hijas, padres, madres –hormigas todos- de aquellas arrojándose al vacío de la desesperación, tras la súbita, espasmódica conciencia de que hay cosas en la vida destinadas a perderse de forma irremediable o para siempre, ni se ha constatado que acudieran, estos mismos allegados -sería de esperar que en hilera, el corazón sensible, bombeante de hemolinfa, en un negro y exoesqulético puño- a despedir el cuerpo retorcido y carbonizado de sus seres más queridos. Que, a diferencia de la vida de aquellos que entonces sostenían impaciente, mecánica, alborozadamente, ahora una lupa ahora una cerilla, la suya era vana como una sucesión de instantes sin sentido. 



Parece pertinente remarcar, como prueba defintiva de todo lo anterior, que no hay constancia de celebración o efemérides en el regresar cíclico de la fecha de la hecatombe en una distribución a la humana del tiempo, ni de que se levantara monumento funerario alguno a modo de civilizado homenaje en el lugar donde según los cálculos más optmistas del que esto informa, ardían unos mil setecientos ejemplares al día, unos doscientos treinta y cuatro mil en total, si descontamos del cómputo los días no lectivos, el declinar de la moda en su paulatina sustitución por la peonza, la excursión, cierto día de abril, a un flojo, edulcorado, musical de temática biblíca en el teatro Principal, el pasar aleatorio del sarampión y las paperas afectando algorrítmicamente a uno de cada siete quemadores al término de un mes en lo que toca a los usualmente distribuidos en grupos de cuatro, cinco jóvenes a lo largo (cubriendo por entero el largo) de la superficie de un campo de futbol de tierra pero reglamentario, la semana de Fallas y las celebraciones del Corpus Christi




Me gustaría añadir que en el margen de tiempo estudiado, junto a la quema estándar y el proceso de combustión en sentido más estricto se observó cómo los jóvenes se ocupaban invariablemente ahora de separar las alas del cuerpo de una mosca para en su deambular enloquecido, pero curiosamente dextrógiro, mejor prenderle fuego, ahora de atravesar con la punta de bolígrafos de punta fina BIC el segundo segmento abdominal del peciolo de las hormigas, y de otra forma de algún escarabajo, distribuido, en las primeras, en forma de nodo, lo que les permitía disfrutar, al punto de mearse propiamente de dicha, del desesperado movimiento de los tres pares de patas del pequeño insecto lanzeado, bien de los detalles en la disección -la lengua del joven educando fuera, codazos entre ellos- de, por un lado, la cabeza, mesosoma (el tórax más el primer segmento abdominal, fusionado a éste) y el metasoma o gáster (esto es, el abdomen menos los segmentos abdominales del peciolo) y luego el agrupamiento de sus tres segmentos corporales ya claramente diferenciados de nuevo bajo el calor abrasador de la lente convergente de aquel instrumento óptico. 



No carece de interés, según lo veo, reseñar también que algunas de estas actividades incineradoras –con o sin lupa- coincidían, según se percibía no sin cierta extrañeza, no sin cierto estupor, con mutilaciones apáticas del tipo de las realizadas ya como sin gana o sólo para pasar el rato en el impacientarse a lo largo del recreo de sus pisadas en movimiento de fuelle, hasta que de nuevo al agruparse al círculo otros pequeños seres humanos con algo latiente y débil atrapado entre las manos, en su peculiar forma de correr, de andar y de vestir, como reproducciones de los habituales oficios de sus padres, llegaba, al fin, la algarabía: una suerte de ceremonia escalonada en lo que toca al gozo más profundo, de decapitación y desmembramiento, también en vida, de un número ingente, pero no calculado, de saltamontes, grillos, cigarras, cigarrones y otros animales de extremidades largas, exoesqueléticas, cuyo sonido, el de sus patas sencillas al quebrarse, rugoso, el sonar extra-crujiente, por así decir, de la cobertura exterior que les sirve de carcasa protectora alrededor del cuerpo y de punto de anclaje para los músculos, provocaba, al parecer, incontenible regocijo en los jóvenes formalmente católicos que habrían reservado para el momento álgido de su radiante beatitud el aplicar el fuego de un mechero (presumiblemente sustraído del cajón de una cocina de clase social media donde permanecía éste a fin de ser colocado -normalmente por la madre- de forma oblícua contra la salida de gas bajo una sartén, o del bolsillo de la chaqueta de un tío que fumara) lenta, curiosa, concienzudamente, sobre la cabeza del saltamontes a fin de ponerla al rojo y ver por fin reventar, siempre de un momento a otro, siempre acompañado por la misma, incontenible, carcajada final, sus globos oculares.

Finalmente, creo que es posible convenir en que a todos los descendientes de estos seres mutilados, desmembrados y/o devastados por el fuego les ha sido ajeno el sentido del agravio histórico, la idea insoportable de padecer una injusticia o la sensación de no llevar exactamente el tipo de vida que merecen (deserve) por cuestiones adscriptivas no dependientes del esfuerzo, la inteligencia y el talento del sujeto, al ser, sobre todo esto último, un rasgo típicamente humano, tradicionalmente tratado en el pasado por algunos pensadores de la izquierda francesa, sociólogos estudiosos de la estratificación social de tono meritocrático y muchos profesores norteamericanos de filosofía política mayoritariamente caucásicos y con gafas.

En GARCÍA CÍVICO, Jesús, Una casa holandesa, Ediciones El pathos de Hypathia, Teruel, 2013.

lunes, 13 de mayo de 2013

dr hyde (serpents in the brain): un falso stevenson


"Nunca sabremos si fracasamos en el intento de retener en la memoria alguna cosa.
 Algo que uno a lo largo de los años ha considerado fatalmente importante, según cree recordar".
GARCÍA CÍVICO, Jesús, Aforismos en Word, poemas con auto-reverse, El pedal de Cospedal (Ed.), Massarrojos, Massachusetts, 2013. 



En El extraño caso de Jekyll y el doctor Hyde, texto apócrifo de Stevenson (una inversión, una farsa, un bulo) el abogado Utterson, un personaje realmente odioso, relata una versión anómala de los hechos: un brebaje tomado al azar en un tugurio transforma a Jekyll, cabrón borracho, bribón, libertino y lujurioso, en un respetable doctor.
Al principio los efectos duran poco y los amigos de Jekyll se ríen atribuyendo los repentinos modales victorianos del beodo a su conocida proclividad a la farsa y al teatro. El brebaje le lleva a una sólida curda de convenciones sociales. En la resaca regresa a la canalla. La poción le permite a revertir cada noche los resultados hasta que la afectación, el fariseísmo de Hyde (le ha dado ahora por llamarse así) y su extraña habilidad por soltar simplezas empiezan a dar resultados. El viejo borracho cada vez más doctor se labra nuevas amistades que impulsan un rápido ascenso social.
Se da sí, otra vez, una dualidad. Con un ojo puesto en los lugares comunes y otro en la taberna Jekyll/Hyde cada vez más doctor intenta aumentar la dosis del bebedizo. Su cerebro se anida con serpientes. Ojos amarillos, excitación, lubricidad, decepción: ya no es posible.
Oposita. Se recluye, se esconde Hyde. Los viejos amigos de la taberna le echan en cara que no salga de su casa, que apenas acuda al bar, harto Hyde prohibe al mayordomo que vuelva a recibirles. Los borrachos le insultan, le llaman “falso” por la calle, imitan su andar de señorito, sus modales de doctor bien (definitivamente Hyde, el doctor Hyde, está cada vez más doctor). Amenazan los golfos, turba de after, con revelar a la alta sociedad sus antiguos crímenes, sus viejas obscenidades.
Una noche significativamente oscura el doctor Hyde invita al jefe de policía a un coñac selecto (él ha dejado de beber) y le susurra algo al oído mientras deposita un fajo de billetes en su bandolera. Antes del amanecer una redada mete en un furgón a los antiguos amigos de Jekyll. Observa la chimenea Hyde. Viento cálido sobre el río, sombras sin luna.
Refiere el abogado Utterson con desagradable apego al detalle un desenlace horrible. Describe este personaje realmente odioso con sospechosa ambigüedad moral cómo al final cantó hasta el más valiente, cuenta que hubo de aplicarse bien con las tenazas para retorcer las diminutas uñas del más chiquillo, que lloró éste antes de morir, que entre aullidos acabaron delatándose los unos a los otros y que no quedó ningún antiguo crimen de Jekyll por adjudicar a un inocente, ni ningún viejo conocido del antiguo monstruo, ahora serio, respetable, calificado doctor cuyo cuerpo verde y ensortijado no apareciera flotando sobre las turbias aguas del Támesis.

GARCÍA CÍVICO, Jesús, "Dr. Hyde" en Una casa holandesa: micro-textos y nanorelatos, Editorial Pre-flexos, Valencia, 2012.

Photo: Cronemberg, David.